Cuando el viento está calmo y la media mañana acaricia con
los tibios rayitos del sol, paro mi rutina para tomar un té, con la compañía de
la luz fuerte que ingresa por la ventana. Mi fiel colega además de mis libros.
Puede que algunos días me incline a tomar té de manzanilla, o de anís, o una
mezcla de hierbas. Pero, la mayoría de las veces caigo en mi clásico, el de
boldo. Bien podría endulzarlo con azúcar o esencia de vainilla, pero a mi
paladar le gusta más con su sabor natural.
Mientras mi mente divaga por los recuerdos que quiere que
vuelvan a ser realidad, se entremezcla en ella la posibilidad de crear nuevos
sabores de tés. Como por ejemplo, dentro de cada sobrecito de té de tilo debe
venir una pizca de “autoconfianza”. Con el de manzanilla y miel, un poco de “orgullo
antipisoteo”. En el de menta, tranquilamente, se puede adjuntar escaso y fino
gusto a “decisión”. Pero sin lugar a dudas, el que tendrá más éxito es el de “boldo
con olvido”. Una sensación cálida y delicada en cada sorbo, mientras se te
olvidan un par de cosas que quisieran que pasen a ese lugar del inconsciente en
donde se pierden los momentos y quedan en las sombras. ¿Quién no quisiera tomar
mates y agregarle al agua una mezcla de todos estos brebajes?
Si fuese así fácil de hacer, poner agua caliente y ¡listo!,
ya tenés tu tecito para arrancar el día de la mejor manera. O en cualquier momento
de la jornada. Para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero.
Claro, todo muy lindo, muy dotado de hermosura, pero en el
instante en que iba a anotar esa gran idea despierto ante la silbatina de la
pava que me dice que ya puedo hacerme otro té. Porque nunca hay un último del
día. Y porque será mejor que en lugar de encontrar esos sabores en las tisanas,
las encuentre en mi propio camino.
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