Parece que el frescor invernal no quiere despedirse de este
año todavía. Como que quiere seguir maltratando a quienes lo padecemos. Pero,
hace poco descubrí que tenía más frío que antes. Descubrí que sufrí los días
frescos desde hace meses. Y aún hoy.
Me pareció raro que sea yo solita la que ande temblando por
las calles, mientras la gente a mi alrededor no sentía ni la más leve brisa
fresca. Yo tiritaba, aún envuelta en miles de tapados y frazadas. Temblaba. Me
sacudía de vez en cuando para ver si se me pasaba, pero no. Es como si el
invierno se haya instalado en mí. Cosa rarísima.
Los demás no lo notaron, no lo notan. Aunque algo
sospecharon cuando dije: “Hace mucho, mucho frío ¿no?”. Y me miraron, casi con
semblante de burla y sorpresa. Dijeron: “¡No! Hace casi 30 grados a la sombra”.
Pensaron que quizás yo estaría enferma, a punto de engriparme, o algo así. El
caso es que no, no era eso, y yo comenzaba a entender.
El frío me sigue a mi, incluso en mitad de primavera, y
presiento que hasta que llegue el verano. O más. No discrimina si es por la
mañana, por la tarde, o a la noche. Yo tengo frío. Frío que pone de punta mis
poros, que hiela los huesos. Que me lleva a los glaciares de mi mente,
traicionándome yo misma. Un frío que quema mis labios, los pone morados. Que no
me deja escribir, no me deja leer. Que no me deja seguir.
¿Desde cuándo? Creo saberlo, pero… ya para qué, si el
remedio es muy caro.