lunes, 26 de noviembre de 2012

Y bueno...




Si bien había “algo” dentro de mí que me decía que iba a pasar lo que terminó pasando, también había algo más fuerte dentro de mí que insistía con una palabra denominada Esperanza. 

Eso que estaba siempre latente, no lo veía. O no lo quería ver. O me escondía. O se escondía. Lo que fuere, che. Estaba, pero tan a un costadito que creí que se iría definitivamente de acá. 

Como de costumbre, (y está más que claro: mi subconsciente me lo ha dicho muchas veces), mi mente soñadora volaba por el firmamento más luminoso que se pueda imaginar una persona en su sano juicio. Así de sencillo. Mezcla de sueño y cordura lógica. 

Cuando estaba ahí, en lo más alto acariciando las estrellas con los dedos, y tomando mates con las mariposas del cielo, agarré un lápiz. Y dibujé. Dibujé mi mañana. Usé el cielo como papel. Usé el sol como mi amor. 

Entre garabatos de corazones y caritas felices, me dibujé. Con un brillo en los ojos jamás antes visto siquiera por un ángel. Ese brillo no era mío, le pertenecía al sol. 

A partir de ahí, finalizó el horario de protección al corazón. Me dejé llevar. Y ¿cómo no? ¡Si hasta dibujé al perro que nos acompañaría en nuestra casa! En “nuestro” futuro. ¡Ahí! ¡Ahí estaba! Ladrando y moviendo la cola. 

Y lo dibujé a #Él, también con ese brillito encantador en sus ojitos de nene lindo. Lo dibujé rodeado de flores, de un arco iris dorado, de helados de chocolate y frutilla. Rodeado de estrellas, de lluvia, de notas musicales, de segundos eternos. Hice trazos de sueño y lo llené de color, de tardes en mis brazos, de sábados irrepetibles, de risas interminables… rodeado de amor. Lo dibujé en mi calendario sin vencimiento.
Y ahí está. Eso que dibujé con tanto esmero, se humedeció. Se fue poniendo gris, gris oscuro. Se nubló mi sol. 

Mi cerebro estaba guardado en un cajoncito. Mi corazón copó los controles de absolutamente todos mis sentidos. Hasta de mis pocas neuronas. 

¿De quién es la culpa?... De nadie. Ni de #Él ni de mi. Del destino, de quien lo escribe, de mi karma tal vez. No sé. Ni me interesa saberlo. Se me fue el sol, se apagó. Como cuando uno apaga el velador y ya no lo vuelve a prender. 

La cuestión es que insistí. En realidad, insistió la Esperanza. Y yo le creí, claro, porque esa cosa que latía entre mis huesos del tórax me impulsó a hacerlo. Y así quedé… con un pocito en el pecho. Con mi dibujo arrugado, mis ojos cansados y mis sueños frustrados.