Si bien había “algo” dentro de mí que me decía que iba a
pasar lo que terminó pasando, también había algo más fuerte dentro de mí que
insistía con una palabra denominada Esperanza.
Eso que estaba siempre latente, no lo veía. O no lo quería
ver. O me escondía. O se escondía. Lo que fuere, che. Estaba, pero tan a un
costadito que creí que se iría definitivamente de acá.
Como de costumbre, (y está más que claro: mi subconsciente
me lo ha dicho muchas veces), mi mente soñadora volaba por el firmamento más
luminoso que se pueda imaginar una persona en su sano juicio. Así de sencillo.
Mezcla de sueño y cordura lógica.
Cuando estaba ahí, en lo más alto acariciando las estrellas
con los dedos, y tomando mates con las mariposas del cielo, agarré un lápiz. Y
dibujé. Dibujé mi mañana. Usé el cielo como papel. Usé el sol como mi amor.
Entre garabatos de corazones y caritas felices, me dibujé.
Con un brillo en los ojos jamás antes visto siquiera por un ángel. Ese brillo
no era mío, le pertenecía al sol.
A partir de ahí, finalizó el horario de protección al
corazón. Me dejé llevar. Y ¿cómo no? ¡Si hasta dibujé al perro que nos
acompañaría en nuestra casa! En “nuestro” futuro. ¡Ahí! ¡Ahí estaba! Ladrando y
moviendo la cola.
Y lo dibujé a #Él, también
con ese brillito encantador en sus ojitos de nene lindo. Lo dibujé rodeado de
flores, de un arco iris dorado, de helados de chocolate y frutilla. Rodeado de
estrellas, de lluvia, de notas musicales, de segundos eternos. Hice trazos de
sueño y lo llené de color, de tardes en mis brazos, de sábados irrepetibles, de
risas interminables… rodeado de amor. Lo dibujé en mi calendario sin
vencimiento.
Y ahí está. Eso que dibujé con tanto esmero, se humedeció. Se
fue poniendo gris, gris oscuro. Se nubló mi sol.
Mi cerebro estaba guardado en un cajoncito. Mi corazón copó
los controles de absolutamente todos mis sentidos. Hasta de mis pocas neuronas.
¿De quién es la culpa?... De nadie. Ni de #Él ni de mi. Del destino, de quien lo
escribe, de mi karma tal vez. No sé. Ni me interesa saberlo. Se me fue el sol,
se apagó. Como cuando uno apaga el velador y ya no lo vuelve a prender.
La cuestión es que insistí. En realidad, insistió la Esperanza. Y yo le creí, claro,
porque esa cosa que latía entre mis huesos del tórax me impulsó a hacerlo. Y
así quedé… con un pocito en el pecho. Con mi dibujo arrugado, mis ojos cansados
y mis sueños frustrados.
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