Cuando uno escucha una canción y presta una atención
especial a la letra, y descubre que el universo conspiró para que esa canción
llegue a nuestros oídos, automáticamente se eriza la piel porque revelamos que
es tal cual lo que nos pasa. La famosa “piel de gallina” por todo el cuerpo.
¿Por qué? Porque esa letra provoca
sensaciones que teletransporta nuestra mente a algún momento concreto, que
queremos volver a vivir. Que queremos vivir eternamente. Como poner play a un
video y que se repita incansablemente.
“Descuarticé mil
margaritas para saber si me querés, o si en mi cabeza me lo hice creer.”
Ya a estas alturas, sin calcular el nivel sobre el mar en el
que me encuentro, no puedo discernir si fueron verdad todas las cosas dichas,
todas las palabras salidas de una boca que intenté cuidar. Entonces, ¿fue una
creación de mi cabeza? Me apuesto el 90 por ciento de mi sueldo a que sí.
“Ya te envié unas mil
cartas este abril, para que contestes y yo deje de arruinar mi jardín.
Me quiere. No me
quiere.”
Durante mucho tiempo quedé estática en el mismo lugar. Como
si estuviese anestesiada. Evadiendo la realidad que me venía a tocar la puerta
como quien me viene a cobrar una deuda. Yo me escondía bajo la mesa, con mi
almohada que me permitía soñar, y los auriculares que me elevaban a un arco
iris. Una especie de dopaje constante. Y a mi lado la margarita deshojada.
“Ya dejé de jugar a la
estrella de rock, no es divertido si vos no estás prestando atención.”
Como si fuese un cartel de publicidad, yo tenía razón de
existir si sobre mí estaban sus ojos. Es decir, para que no suene tan drástico,
mis pensamientos, mis acciones, mis verbos, tenían (tienen) su nombre. La vez
que por fin me cayó la ficha en la parte frontal de mi cabeza, fue cuando
entendí que yo era una persona “más” en su camino. Absolutamente nada en
especial.
“Ya superé esa etapa
de mentir diciéndote ‘estoy mejor’, y lloro en cada canción.
Me quiere. No me
quiere. Me quiere mucho, poquito o nada.”
Desde que tengo memoria he sabido manejar bien el uso de
disfraces y máscaras. Mis emociones saben ser disimuladas por mi impecable
desempeño en disimular. “No me pasa nada”. Tiene que suceder un terremoto, cien
tsunamis, y dos mil huracanes para que llegue a expresar lo innegable. Mientras,
yo disimulo para que mi dibujo de la realidad no se borre, porque así estoy
bien, en un cierto equilibrio que me mantiene respirando. Y mientras deshojo la
margarita.
“Mil margaritas voy a
destruir, hasta que sepa lo que sentís por mí. Mil margaritas arranque del
jardín, para que me digan si me amaste o si me mentí.”
A ver si una flor de mi jardín me asegura lo que hoy
tambalea en mi mente. Aunque me re contra certifiquen que son verdades las que
escuché. Porque me parece confuso todo. Totalmente todo lo que mi memoria se
encarga de repasar, como apuntes de facultad. A veces lo creo, otras dudo. Dudo
porque mi cabeza sabe hacerme creer cosas que no están ahí. Es un gran
ilusionista que aprendió con Houdini. Tanto que ni yo puedo distinguir lo real
de lo ficticio. Y más aún si se complota con las frases llenas de azúcar que
llegaron a mis oídos repletas de perfume. Me dejé llevar.
“Me quiere. No me
quiere. Me quiere mucho, poquito o nada.
Me quiere. No me
quiere. Dice que mucho, yo siento que nada.”
Siento, ahora, que nada. Quiero creerte, pero no estás.
*Ésta es la canción: Mil margaritas