jueves, 26 de septiembre de 2013

Veneno en la sangre



Imagen de Google images



Me acuerdo de cuando lo conocí. Atendía la librería en la que compraba las pinturas para mis dibujos. Un día cometí la torpeza de tropezarme y tirar los lápices de colores al piso. Con su mejor sonrisa, y su mirada compasiva, me ayudó a levantarlos. No me retó, es más, me absolvió de la culpa ante su encargado:

- Fui yo, perdón, ahora los levanto.

Le dijo al hombre que se acercaba un poco fastidiado por la escena.

- No te preocupés, no pasa nada.

- Gracias. Iba tan apurada, que no me di cuenta que mi bolso los iba a chocar.

Dije por decir. Nunca me había fijado en el color café intenso de sus ojos. Intimidaban cuando miraban fijos. Eran como un imán, que atraían con un poder muy fuerte, y una se dejaba caer como en un tobogán por el iris, casi queriendo descifrar sus pensamientos.

No sé por qué sentía el impulso de querer ir más seguido a comprar mis pinturas. Era como si su sola presencia me diera seguridad. Me acobijaba en la existencia que yo sabía finita. Pero con él, no había reloj ni calendario. Era una fuerza extraña. Sin dudarlo más, una tarde de abril, cuando compré pinceles nuevos, con la factura de compra me pasó su número de teléfono. No lo había notado, aunque me di cuenta que se había sonrojado, y no supe por qué. Hasta que vi escrito con una lapicera roja con tinta perfumada su nombre y el número. Yo ya estaba saliendo cuando me di vuelta, le sonreí, me miró y rio más fuerte. Caminé hasta la estación de colectivos. Iba riendo, mostrando los dientes. Me causó ternura el hecho de que haya hecho eso. Me pareció de una timidez casi extinta hoy en día. Le tomé cariño. Como si me hubiesen taladrado la conciencia, él estaba ahí, en medio de todo. Laureano.

Dos días después de eso. Decidí escribirle, sin mayores vueltas: “¿cuándo me invitás un café?” No me gustaba el café, pero no tenía ganas de explicárselo así. Supuse que estaba muy atareado ese martes, y que por eso no respondió en seguida. Más tarde, cuando esbozaba en lápiz negro una flor en una remera blanca, sonó mi celular. Leí el mensaje: “hoy mismo si querés. Salgo a las 5.” Dudé unos quince minutos. Estaba un poco cansada, me dolía la espalda, pero acepté. Dejé lo que estaba haciendo, y fui hasta el ropero a elegir la ropa que me engalanaría esa tarde. Mientras me vestía, luego de salir de la ducha, me asaltó el pensamiento de que si no me gustaba esa salida, no saldría más con él, y por ende tendría que cambiar de librería.

Llegué hasta la esquina del local donde trabajaba. A mitad de cuadra yo tenía un paso ligero, pero al verlo desde lejos con un ramo de fresias en la mano, caminé más lento y me dije a mí misma: ¿es posible que haga eso por mí? Y sí. Era posible, por eso él estaba ahí por mí, y con algo para mí. Fue una tarde muy agradable. Lo conocí más, en realidad, lo conocí, porque hasta ese entonces sólo era el que atendía en la librería. Era una persona muy interesante, y no sólo porque pensaba en muchas cosas como yo, sino porque se expresaba como con pasión. De todo, de su familia, de su estudio para ser programador de radio, de sus amigos, de su trabajo. Me dio una cachetada de luz. Me deslumbró esa mente calmada y sedienta de vida que mostró sin tapujos. Tenía sueños, metas, proyectos. Y en cada palabra mi atención caía en sus ojos. No tuvo intención de besarme, no me agarró la mano como si fuera de confianza, no me endulzó los oídos con que soy hermosa, bonita, y etcéteras de cosas que ya sabía de memoria. Qué lindo ser tenía frente a mí. Al despedirnos le di un abrazo fuerte, como los que le doy a las personas que quiero. Quedamos en hablar.

Desde ese día, no hubo mediodía en que no me escribiera un mensaje de texto. Yo sabía a qué hora me llegaría, hasta puse de tono una canción que él me dedicó cuando llegamos al mes de conocernos. Cada vez que iba entrando más en su vida, me sentía como en casa. Él no me permitía sentirme incómoda en nada. Y cuando me abrazaba era como refugiarme entre las partes dobladas de un acolchado esponjoso en una noche de julio. Era el pentagrama en donde podía escribir la sinfonía de mi existencia. Pasaron así, tres meses, entre salidas, mateadas, paseos en bici. Fue cuando él se decidió y me pidió ser su novia. Acepté sin dudarlo, y sentí que estallaron luces en sus ojos. Se puso muy feliz, y yo sonreía a su lado.

Él era muy comprensivo, sabía que yo tenía mis momentos de lucidez y otras de no tanta. A veces anteponía ciertas cosas antes que él, pero cuando me miraba y me decía “te quiero” casi como no pudiéndolo decir, como si tanto amor lo ahogara, era dichosa. Una mañana de sábado, muy fría, en la sala de mi casa, estaba pintando un dibujo que le iba a regalar, me tomó de la mano, y soltó con su voz más cálida:

- Sos lo más hermoso que tengo.

Me fundí en sus besos, y me aparté de golpe. Volvió a agarrarme con más fuerza y no me soltó. Le temblaba la boca, y me di cuenta que me quería decir algo, pero no podía soltarlo. Me quedé en silencio mirándolo fijo.

- Maite, tengo que decirte algo y quiero que me escuchés… Estoy enamorado y no tengo dudas de que te amo.

Como si fuese una catana bien afilada y fría, sentí atravesar en mi garganta un nudo difícil de pasar. Quedé helada ante esa confesión y no supe qué hacer ni qué decir. Sentí en mis manos un calor que se profundizaba cada segundo. Escuchaba el latido de mis sienes como si hubiese un silencio absoluto. En mi pecho crecía una esfera de calor intenso, y mi mente lo descifró en una frase: “está en tus manos.” Se ve que me quedé dura mucho tiempo porque me miró extrañado y me preguntó si me sentía bien.

- Sí, sí, sí… estoy bien, no te preocupés. Pasa que… fue… de golpe lo que me dijiste… ¡Sos un tierno!

Fue lo único que se me ocurrió decirle. Y para mi salvación lo llamaron a su celular y me fui hasta la cocina a calentar agua para el mate, mientras él hablaba. Medité unos minutos frente a la pava. ¿Yo sentía lo mismo? ¿Aunque sea un poquito? Seguramente que sí, porque él me gustaba, pero, eso que yo sentía ¿llegaba a la altura de lo que él sentía por mí? ¿Fui la culpable del sentimiento que crecía en su interior? Tenía una ensalada importante en mi cabeza. Con el mate listo en la bandeja para llevarla hasta la sala, caminé despacio. Con el temor de que me preguntara sobre lo que él me había confesado se me anudó el estómago. Ni bien me di cuenta que estaba muy seria, esbocé una sonrisa forzada. Simulaba tranquilidad, y para calmarlo, antes de recibir la pregunta, dije:

- Yo también.

Y lo abracé. No lo deje hablar y empecé a cebar el mate, le hablé de lo que vi en las noticias, de lo rico que me salieron las galletitas, de lo lindo que estaba quedando el dibujo que pintaba para él. Lo aturdí y se olvidó de la frase.

Esa noche, acostada en mi cama mirando el techo, me quedé pensando en lo que hice ¿Por qué le dije “yo también”? ¿Qué sentí cuando me dijo eso? Sé muy bien lo que sentí, sentí un poder increíble en mi cuerpo. Recordé que miré sus ojos y pude ver el dominio que tenía en él. Era como si su sumisión de amor me diera vitalidad. Sonreí maléficamente y me asusté. ¿Sería posible que me aprovechara de su sentimiento hacia mí? No, no, no. No soy así. Punto.

Sabiendo que no era el mismo amor que él sentía por mí, seguí con la relación. Tan bien me sentía a su lado. Tan comprensivo era él conmigo. Tantos mimos recibí en todas situaciones. Cómo alejarme de ese ambiente. Mi culpa quedaba relegada cada vez que él se acercaba y dejaba fluir su ternura conmigo. Sus “te amo” rebotaban en un rincón de mis oídos, mi única respuesta era un beso o un abrazo de varios minutos y el clásico “yo también”.

Al día siguiente por la tarde, tirados en el sofá mirando una película, me dijo que me amaba mucho, y le dije:

- Cuando nos vayamos a vivir juntos, voy a enmarcar mis pinturas para colgarlas… Me voy a comprar un libro de cocina para hacerte las recetas más ricas… Vamos a tener un perrito, nuestro primer hijo… Te voy a comprar un cuaderno, así me escribís poemas…

Y yo lo tenía en mis manos, y cada día que me daba cuenta de eso me llenaba de júbilo. Laureano era mi elixir diario, como cuando se necesita cargar el celular y se lo enchufa. Cada palabra, cada mirada de esos ojos café intenso, me inyectaba una sed de seguir con ese juego, al fin farsa que yo sola conocía. Y la culpa, finalmente, había huido de mí.

Cumplimos siete meses. Yo no demostraba nada mayor a lo que sentía antes. Fuimos a cenar un viernes, febrero nos regalaba uno de sus mejores cielos, espectacularmente limpio de nubes. Esa noche me produje lo mejor posible, me puse el vestido que él me regaló. Los aros, los anillos, la pulsera, las sandalias, hasta la hebilla de mi pelo era un regalo de Laureano. Fue una cena romántica, con vino tinto y rosas rojas en el centro de mesa. No sé por qué pero vi brillar más que nunca esos ojos café. Y me sentía bien, porque gracias a mí él estaba así, levitando de amor. Me habló de sus sueños, como la primera salida que tuvimos. Pero, ésta vez no eran sueños individuales, sino que me incluían.

- Cuando me reciba de programador, nos vamos a vivir juntos… Nos compramos una casa… Nos vamos a ir de luna de miel a las Cataratas… Vas a ser la madre de mis hijos… Pero por sobre todas las cosas, me vas a hacer feliz…

Con cada plan que me decía que tenía, se me tapaban los pulmones, una sensación punzante se apoderaba de mi estómago, mi presión arterial quedaba por el piso, y mi mirada no podía posarse en él. Me negaba su presencia. ¿Sería posible que al fin la culpa aflorara en mí? ¿Es probable que saliera de su escondite porque el futuro que él planeaba me tenía de protagonista? Tomé un trago de vino, y me plantee la posibilidad de pensar que estaba arruinando su vida, que era consiente de eso y que no podía seguir sosteniendo el teatro.  Fue en el momento justo que decidí decirle mi verdad, cuando sonó un trueno muy potente en el cielo. Comenzó a llover. Su mirada se tapó de incertidumbre, me veía rara.

- ¿Qué te pasa, amor?

- No me digas “amor”

- N… no… no te entiendo, ¿qué te pasa?

Lo miré unos segundos, y cuando sentí que mi rabia se traducía en lágrimas, salí del lugar. Caía una tormenta abundante. Salió tras de mí, queriendo darme su saco para no mojarme el pelo. Con un paso ligero llegué a la esquina, me alcanzó y puso una mano en mi hombro para detenerme.

- ¿Te hice algo? ¡Por favor, explicame!

- ¡No!... Vos no hiciste nada, o sea… Yo no te quiero, nunca te quise como vos me quisiste a mí. Saber que me amás me hace fuerte, me da poder ante vos, y me siento única. No podía dejarte simplemente porque me hacías bien, aún sabiendo que vos creías otra cosa.

Laureano sin poder entender nada, con la lluvia empapándolo por completo, dijo:

- No podés estar diciendo esto… Vos me dijiste muchas veces que me querías, llegaste a decirme que planeabas cosas para nosotros… como ir a vivir juntos y esas cosas. Vos ahora me estás mintiendo… no juegues con algo así, si es un chiste, no me gusta.

- No es un chiste, Laureano. Es la verdad. No sos mala persona, y no puedo seguir con esto. Me planteaste un futuro juntos que me asustó. Ya no quiero seguir jugando con vos. Es mejor que lo entiendas.

- No… no… ¡No! ¿Por qué hacés estas cosas? Entremos de nuevo que está lloviendo mucho. A lo mejor, estás confundida, o…

- ¡No, Laureano! ¡Jugué con vos! Jugué porque me encantaba sentirme como me hacías sentir, y yo no me sentía bien porque vos me querías, sino porque me gustaba saber que te tenía en mis manos, saber que en cualquier momento podía llegar a romperte el corazón, me llenaba de adrenalina, y me encantaba.

- No… no… Maite… ¿Por qué?... ¡No te creo!... ¿Qué ganaste?

No se notaba demasiado, pero pude ver, porque estaba muy cerca de él, que estaba llorando, y que ya no podía disimular más que le explotaban los ojos por tanto llanto contenido, aún negándose a creer en lo que escuchaba.

- ¿Qué ganaste con esto? ¿Eh?... ¡Decime! Si yo no te hice nada.

Lo miré fijo, y sin más remordimiento, porque ya no me quedaba y porque el vino hizo lo suyo, le dije en voz baja:

- Gané la eternidad por causa de tu alma rota. Ya no vas a poder olvidarme. Nunca.

Ahora con todo su dolor imposible de contener, lloraba desconsoladamente ante mí. Y yo, inmutable, por último le dije:

- Tu llanto es vida para mi ego. Rompí tu corazón, y ese es mi trofeo. 

Me di media vuelta. Fui hasta la remiseria de la mitad de cuadra. Me subí a un auto, y volví a mi casa. Jamás me volvió a buscar, y no sé que pensará de mí ahora. Cambié de librería, aunque después me enteré por un conocido, que él ya no trabajaba más ahí. Tengo un bonito recuerdo, aunque él me odie con todas sus fuerzas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario