Todos estamos dentro de esa red, que llevamos como un film pegada a la piel. La conciencia en su uso depende del momento en que la necesitemos. Se nos escapan, las dejamos ir, no queremos soltarlas. Diferentes son las causas que nos empujan a hacer diferentes acciones con ellas. Las palabras.
Reunidas en una esquina, bien al fondo, en la mente,
ordenadas como productos en una góndola, se acomodan hasta ser llamadas.
Les damos un turno, como en el médico, y las diagnosticamos según
nuestros objetivos. Siempre bajo nuestra manipulación. Para que formen las
frases que se nos antojen.
Están revestidas en un poder que, podría asegurar, es
inigualable. Cualquiera puede levantar ánimos caídos o destrozar alegrías con
solo pronunciar unas cuantas palabras. Dichas o escritas en un papel.
Danzan por el aire, atentas para ver las reacciones que sus
bailes generan. Nobles armas que descansan hasta ser empuñadas.
A veces, las mismas palabras pueden construir diferentes
sentimientos. Son tan atrevidas que a simple oído no se las puede identificar
como falsas o verdaderas.
Vienen servidas con azúcar, edulcorante o amargas como el
café fuerte. Se sienten como un cachetazo o como el viento en noviembre. Dependen
mucho de quien las diga. Mucho dependen.
En ocasiones, les atribuyo las mismas cualidades que el
fuego. Pueden quemar hasta generar dolor, o iluminar un ambiente oscuro.
¿Cuántas veces paramos el tiempo para preguntarnos sobre el
poder que tenemos en nuestras lenguas? No hay estadísticas.
Lo cierto es que no nos damos cuenta de la capacidad enorme
que recae en nosotros. No existe lo mal dicho, sino solo lo dicho. Podemos meter
la pata, y nunca es sin querer. Porque el ser conscientes de que algo vamos a
generar en el que escucha es constante.
Somos los dueños de la palabra. Podemos hacer lo que
queramos con ella. Lo que no nos da el permiso de hacerlo en cualquier momento,
y solo porque sí. Como si las revoleáramos al aire. Todo con moderación es
saludable.
Hay que tener cuidado con esa arma de doble filo, porque en
la mayoría de las veces podemos salir lesionados nosotros mismos.
Juguemos el juego que al que el lenguaje nos invita: la
transmisión de nuestra esencia. El ambiente que nos rodea está determinado por
las palabras que expresamos, esas que sacamos afuera. No decimos algo que no
nos rodea, sino que decimos los que nos toca de cerca. Todo comienza por la
palabra. Es el principio y el fin.
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